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El Discurso del Rey, la palabra y su liberación de la retórica

Umberto Eco lo cuenta en su ensayo El Fascismo Eterno, contenido en su volumen Cinco Escritos Morales. En 1945, cuando la resistencia liberó la pequeña ciudad en que vivía, los pobladores se reunieron en la plaza para escuchar el discurso de Mimo, jefe de los partisanos locales.

La gente agitaba banderas, cantaba y coreaba el nombre del jefe rebelde. entre la gente se encontraba Eco, apenas un niño, esperando un discurso histórico, retórico y enérgico como los de Mussolini.

Mimo se asomó al balcón del ayuntamiento, apoyado en sus muletas —había una pierna en combate— y se dirigió a la multitud. Eco recuerda que el hombre, con voz entrecortada, dijo:

Ciudadanos, amigos. Después de tantos dolorosos sacrificios… Aquí estamos. Gloria a los caídos por la libertad.

Eco agrega:

Eso fue todo. Y volvió adentro. La muchedumbre gritaba, los partisanos levantaron sus armas y dispararon al aire festivamente.

Nosotros, los niños, nos abalanzamos a recoger los casquillos, preciosos objetos de colección, pero yo había aprendido también que la libertad de palabra significa también libertad de la retórica.

El Discurso del rey y el fin de la retórica

Eso, precisamente, parece ser el tema de El Discurso del Rey, película ganadora del Oscar 2011: la libertad de la palabra —la concisión del discurso— en tiempos de totalitarismo retórico fascista.

El Duque de York, devenido rey por azares de la historia, tenía ante sí un reto. Convertirse en el símbolo de la resistencia antifascista británico. Justo cuando la humanidad entera se precipitaba sin remedio a una conflagración bélica de proporciones nunca antes conocidas.

Y, cuando el medio de comunicación verbal por antonomasia, la radio, se masificaba, el nuevo monarca debía medirse con oradores extraordinarios como Hitler y Mussolini.

Reto formidable si se toma en cuenta que Jorge VI era un ser desvalido. Lleno de dudas, temores y traumas infantiles que se manifestaban a través de su tartamudez —una noticia de 1934, que recoge el discurso de inauguración de una feria en Glasgow, Escocia, del entonces duque de York, da prueba de la gravedad de su impedimento.

De esto modo, lo íntimo y lo histórico se unen en el reto de un personaje: para enfrentarse a la retórica monstruosa del totalitarismo fascista, Jorge VI debía enfrentarse a las no menos monstruosas secuelas de una educación tan autoritaria y represora como el fascismo mismo.

Jorge VI, enfrentado al poder de la radio y la oratoria fascista
Jorge VI, enfrentado al poder de la radio y la oratoria fascista

El Discurso del Rey o el reto del monarca

El nuevo monarca superar sus traumas para encontrar su propia voz para. Con un discurso despojado de artificios y pasión, de retórica. En fin, para guiar a su pueblo a través de la radio.

Para enfrentarse al reto, Jorge VI contará con la ayuda del terapista no licenciado, Lionel Logue, interpretado con sabiduría y generosidad por Geoffrey Rush.

Es una verdadera lástima que la academia no haya reconocido anoche el trabajo de este gran actor australiano. Rush sabe que su labor consiste en brindarle apoyo a Colin Firth en su rol de protagonista.

Se dedica entonces a darle la réplica, a servirle de contrapartida y complementario. No se roba la película. Ni siquiera, lo intenta. Es una actuación en equipo: no tiene sentido premiar a Firth sin premiar a Rush.

El Discurso del Rey, película monárquica

Otro tanto sucede con la dirección de arte. Sobre todo, el diseño del consultorio de Logue, donde una gran pared descascarada sirve de representación de la interioridad resquebrajada del nuevo monarca. Eso, sin contar la exquisita reconstrucción de Buckingham. Sí, se merecía otra estatuilla.

El Discurso del Rey dirigida por Tom Hooper y escrita por David Seidler, ambos ganadores anoche del Oscar yquienes han desarrollado sus respectivas carreras en la TV, toma partido por la monarquía. Cosa curiosa: estamos ante un film monárquico, que expone la importancia de las formalidades institucionales —y de las instituciones, por decorativas que puedan parecernos— en tiempos de cataclismos sociales y políticos.

Particularmente, esta visión se evidencia en la forma en que el filme presenta la abdicación de Eduardo VIII. No como la historieta de telenovela del Príncipe y la Plebeya a la que nos ha acostumbrado Hollywood. Sino como un supremo acto de irresponsabilidad y falta de compromiso con el pueblo británico, ante las terribles circunstancias históricas que vivía la nación.

Tradicional en su forma, institucional y monárquica en su posición política y estructurada en torno a una cálida relación fraternal entre personajes ubicados en las antípodas de la sociedad inglesa de su momento, era la apuesta segura de otra institución, tan rígida, tradicional y formal como la monarquía británica: la Academia de Cine hollywoodense. Aunque no por esto deja de ser una película al menos, interesante.

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