Día del cine venezolano: las peras del olmo

Araya, de Margot Benacerraf ha sido restaurada

Noruega es uno de los países más ricos del mundo. Es el tercer exportador de petróleo y ocupa un puesto privilegiado en la lista de naciones con el PIB más alto del planeta. Posee una economía sólida y diversificada. También una larga tradición cinematográfica, cuyas primeras producciones se remontan a los años 20 del siglo XX.

Acaso haya pocos festivales en el mundo que no incluyan alguna cinta Noruega en cada una de sus ediciones. Veamos cuántas presentará la Berlinale este año. el país de Ibsen, cuenta además con un poderoso instituto de cine que financia y promueve sus películas. A principios de la década pasada, una cinta noruega, Elling, estuvo nominada al premio Oscar.

¿Por qué a pesar de que parece poseer las condiciones apropiadas, Noruega no se ha convertido en una potencia cinematográfica mundial, a la par de Estados Unidos o India? Sencillamente, porque el mercado para sus películas no es lo suficientemente grande como para soportar el peso de una industria. Con los costos de producción actuales y los reducidos márgenes de ganancia, ni siquiera Los Estados Unidos o la India tienen suficiente mercado interno para mantener sus respectivas industrias y se han visto obligados a conquistar otros mercados.

El cine noruego se enfrenta a más o menos los mismos obstáculos que el cine venezolano o el cine independiente estadounidense, cuando se habla de crear una industria cinematográfica: no cuenta con suficiente público. Punto. El modelo de negocios de la producción, distribución y exhibición cinematográficas es mucho más complejo que ganar dinero con la proyección en salas. Los productores apenas reciben entre un 15 y un 20 por ciento de las ganancias de taquilla, lo que es insuficiente para amortizar los costos de producción y promoción de una película, por modesta que sea. Los grandes estudios de Hollywood resuelven el asunto con otras fuentes de ingresos relacionados con sus cintas: la venta y alquiler de DVDs, la exhibición en TV por cable y señal abierta, la mercadería relacionada con el film —juguetes, banda sonora, ropa— y, ahora, la venta y distribución vía internet.

La producción, distribución y exhibición en salas es pues apenas una fracción del negocio, una especie de vitrina para los productos relacionados con la película, o el punto de partida para seguir haciendo dinero hasta amortizar costos y obtener ganancias. Y no se trata aquí de que los distribuidores o exhibidores sean los villanos de la película. Simplemente, no es su objetivo principal amortizar el costo de la cinta. Eso es, principalmente, tarea de sus productores. Los distribuidores deben recuperar los costos y sacar ganancias de su tarea, la distribución. En el caso de los exhibidores, lo mismo —tampoco estoy diciendo que se desentienden del asunto, para nada. Cuando se critica el bajo rendimiento de una cinta nacional en taquilla, acso no son sus productores y realizadores quienes más se sienten aludidos. Puede que sus distribuidores y exhibidores se sientan tan aludidos como los primeros.

En ese rígido esquema comercial y con un mercado tan reducido, ¿puede el cine noruego o venezolano aspirar a convertirse en un industria? No sé si los noruegos se lo hayan planteado alguna vez, pero a juzgar por los resultados, me da la impresión de que se han preocupado más por la calidad de sus cintas, que por tratar de hacer dinero en tan adversas condiciones. ¿Resultado? Que la cinematografía noruega es una de las más importantes, prestigiosas y visibles de toda Europa. No parecen haber perdido tiempo tratando de realizar lo irrealizable: una industria de cine noruego.

Creo que la utopía de una industria del cine venezolano tuvo su origen a comienzos de la década del 90 del siglo pasado, cuando se hablaba de reducir la intervención del Estado en la economía, y las políticas de reducción súbita de subsidios hicieron estragos en la industria nacional. Por esos días, la discusión de una nueva ley, le ganó a nuestro cine la antipatía de los medios y de nuestra crítica.

Esa matriz negativa se ha mantenido en la opinión pública venezolana (un fenómeno que no es exclusivo de Venezuela, ciertamente). Y a mediados de la década que acaba de concluir, se vio reforzada cuando nuestro cine pasó a jugar un papel activo en la diatriba y polarización político-proselitista venezolana con el caso de Secuestro Express, la emergencia de la Villa del Cine, el caso Danny Glover, la visita constante de estrellas de Hollywood o el rompimiento de relaciones entre los gremios cinematográficos y el ministerio de Cultura. sin embargo, aunque la diatriba política pareciera haber reforzado la matriz de opinión negativa en una parte del público; por otro lado contribuyó positivamente a ubicar nuestro cine como una de las artes venezolanas más visibles, vivas y polémicas.

Paradójicamente, la matriz de opinión negativa se vio reforzada en una de las etapas más finas de nuestro cine, cuando repuntó nuestra producción —tanto la pública, como privada, semiprivada y la independiente—, varias cintas tuvieron una excelente recaudación en taquilla y buena afluencia de público, otro número importante de cintas fue exhibido y obtuvo premios en importantes festivales internacionales de cine, el público comenzó a reconciliarse con nuestro cine y los medios empezaron a dejar de percibirlo como un adversario.

En esta misma etapa, han aparecido nuevos realizadores con propuestas renovadoras que, poco a poco, han comenzado a sacar nuestro cine del guetto estilístico y temático del compromiso político y su obsesión social. Y otros que, en todo caso, le han dado un vuelco formal y de lenguaje a esos vetustos temas. La tan temida generación de relevo se ha hecho presente y está en vías de afianzarse. El documental criollo también parece haber despertado de su letargo y nuestros clásicos son recuperados para la historia del cine mundial.

Mientras tanto, en Mérida, Lara y Zulia, comienzan a despuntar cinematografías regionales que, así mismo, han sacado al cine venezolano del asfixiante paisaje urbano caraqueño. En los barrios caraqueños, por su parte, se ha originado una singular cinematografía de bajo presupuesto que, valiéndose de las nuevas tecnologías y la democratización de las herramientas de producción, está contando las historias que antes contaban narradores ajenos al barrio.

Finalmente, acaso nunca antes el cine venezolano había generado tantos puestos de trabajo como en la década que acaba de concluir. Tampoco había experimentado un salto cualitativo de tales proporciones: buena imagen, animación digital, sonido 5.1, etc.

No obstante todo lo anterior, la utopía de una industria cinematográfica nacional (sin un mercado lo suficientemente fuerte que la soporte), sigue pesando en el imaginario colectivo como la gran falla de nuestro cine. Pero acaso eso tenga que ver con la mala manía de los latinoamericanos de plantearnos proyectos imposibles para sublimar nuestras debilidades. La verdad es que si no tenemos industria, no es porque no se haya intentado. Sencillamente, no se puede: no dan los números. Si nuestro cine no se ha internacionalizado, es por una razón similar: los argentinos no ven películas venezolanas porque allá se exhibe tanto cine venezolano, como aquí argentino. O noruego. Cuestión de mercado.

Dicho sea de paso, escribo todo lo anterior mientras miro una tabla de Excel con las cifras de recaudación de buena parte de las películas estrenadas en las últimas tres décadas. Y, señores, para el reducido mercado que tenemos y todas las condiciones adversas arriba descritas, que 24 cintas criollas registren una asistencia de más de 100 mil espectadores, sólo no es un número nada despreciable: es casi un milagro y una muestra del esfuerzo descomunal de todos los involucrados en llevarlas a las salas.

Puede que sea hora de pensar como noruegos y ser realistas. Es todo el mercado que tenemos. Es lo que hay. No sigamos pidiéndole peras al olmo. Concentrémonos en hacer buenas películas. Tratemos de ganarnos un nombre en el cine mundial, aumentando nuestra presencia en festivales y premios importantes. No siempre calidad es sinónimo de taquilla y viceversa. Necesitamos arriesgarnos más y diversificar aún más, temas, propuestas y financiamiento. Hace falta financiamiento para propuestas novedosas y arriesgadas, experimentales, que no busquen el favor fácil del público, que renueven nuestro lenguaje y que amplíen nuestras fronteras políticas, morales, culturales e intelectuales. Es el momento de pensar en un cine venezolano 2.0, imaginativo, abierto, libre y transparente, transgresor, menos conservador. Un cine que, más allá de que nos muestre la Venezuela tal y cómo es, nos enseñe a la Venezuela que imaginamos…

Yo sí creo que el cine venezolano no es tan malo como dicen. Yo sí creo que hay motivos para festejar hoy los 103 113 años de nuestro cine. ¡Salud!

¿Y ustedes? ¿Qué opinan?

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