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Michael Moore: “General Motors debe desaparecer”

Michael Moore asegura que hace 20 años lo pronosticó en su ópera prima, Roger & Me: que, de seguir el camino que se había trazado, la General Motors, la mayor empresa fabricante de automóviles de los Estados Unidos, desaparecería.

En el documental, Moore, criticaba la falta de escrúpulos del entonces consejero delegado Roger Smith a la hora de despedir a los trabajadores de la planta de Flint (Michigan), ciudad natal del cineasta.

Ahora, después de la quiebra e intervención gubernamental de la empresa, Moore lo reafirma: el gigante automotriz debe desaparecer para resucitar convertido en una empresa muy diferente: una gran corporación dedicada al desarrollo y fabricación de medios de transporte limpios, movidos por fuentes energéticas alternativas al petróleo.

A continuación podrán leer la traducción al castellano, realizada por La Jornada, del artículo que el autor de Bowling for Columbine publicó en días pasados en su blog.

El artículo se titula Adiós, GM.

Escribo esto en la mañana del fin de la otrora poderosa General Motors. Al mediodía, el presidente de Estados Unidos lo hará oficial: General Motors, como la conocemos, ha terminado.

Sentado aquí en la ciudad natal de GM, Flint, Michigan, estoy rodeado de amigos y familiares llenos de ansiedad por lo que pasará con ellos y con la ciudad.

Cuarenta por ciento de los hogares y negocios de la localidad han sido abandonados. Imagine el lector lo que sería vivir en una ciudad donde casi todas las demás casas estuvieran vacías. ¿Cuál sería su estado de ánimo?

Es una triste ironía que la compañía que inventó la “obsolescencia planeada” –la decisión de construir automóviles que se cayeran en pedazos en unos cuantos años para que el cliente tuviera que comprar otro coche– ahora se haya vuelto obsoleta.

Se negó a fabricar los automóviles que el público quería, que tuvieran gran rendimiento de gasolina, que fueran lo más seguros posible y extremadamente cómodos de manejar. Ah, y que no comenzaran a desmoronarse en unos años.

General Motors se empeñó en combatir las reglamentaciones ambientales y de seguridad. Sus ejecutivos desdeñaban con arrogancia los “inferiores” autos japoneses y alemanes, los cuales llegarían a ser el patrón oro de los compradores de coches.

Y estaba empecinada en castigar a su fuerza de trabajo sindicalizada, despidiendo a miles de trabajadores por ninguna otra razón que “mejorar” el estado de resultados a corto plazo de la corporación. De 1980 en adelante, cuando reportaba utilidades sin precedente, trasladó incontables puestos de trabajo a México y otros lugares, con lo que destruyó la vida de decenas de miles de esforzados estadunidenses.

La patente estupidez de esta política radicaba en que, al eliminar el ingreso de tantas familias de clase media, ¿quién creían que iba a poder comprar sus automóviles? La historia registrará este yerro en la misma forma en que hoy recuerda a los franceses que construyeron la Línea Maginot o a los romanos que envenenaron inadvertidamente su sistema de agua al incorporar plomo letal a sus tuberías.

Aquí estamos, pues, en el lecho de muerte de General Motors. El cuerpo de la empresa aún no está frío y descubro que me siento rebosante de –me atrevo a decir– júbilo.

No es el júbilo de la venganza contra una corporación que arruinó mi ciudad natal, que dejó sin hogar a la gente con la que crecí y le trajo miseria, divorcios, alcoholismo, desamparo, debilidad física y mental y drogadicción. Tampoco, obviamente, me alegra saber que otros 21 mil trabajadores de GM recibirán la noticia de que también ellos se han quedado sin empleo. Pero ustedes y nosotros y el resto de los estadunidenses ¡ahora somos dueños de una empresa automotriz!

Lo sé, lo sé… ¿quién diablos quiere manejar una fábrica de autos? ¿Quién de nosotros quiere que 50 mil millones de dólares de nuestros impuestos se arrojen al agujero de ratas que será este nuevo intento de rescate de GM? Digámoslo con claridad: la única forma de salvar a la empresa es darle muerte.

Sin embargo, salvar nuestra preciosa infraestructura industrial es otra cosa, y debemos darle máxima prioridad. Si dejamos que cierren y desmantelen nuestras plantas, lamentaremos amargamente su desaparición cuando caigamos en cuenta de que esas fábricas podrían haber construido los sistemas de energía alternativa que necesitamos con desesperación.

Y cuando reparemos en que la mejor forma de transportarnos es con ferrovías ligeras, trenes balas y autobuses más limpios, ¿cómo podremos construirlos si permitimos que desaparezca nuestra capacidad industrial y su fuerza de trabajo capacitada?

Así pues, ahora que el gobierno federal y el tribunal de quiebras “reorganizan” a General Motors, he aquí el plan que pido al presidente Barack Obama que ponga en práctica para bien de los trabajadores, de las comunidades de General Motors y de la nación en su conjunto.

Hace 20 años, cuando hice Roger & Me, traté de advertir a la gente sobre lo que le esperaba a General Motors. Si la estructura del poder y la tecnocracia hubiera escuchado, tal vez mucho de esto se habría podido evitar. Con base en mi trayectoria, solicito que se preste honrada y sincera consideración a las sugerencias siguientes:

1. Así como hizo el presidente Roosevelt después del ataque a Pearl Harbor, Obama debe decir a la nación que estamos en guerra y que debemos convertir de inmediato nuestras fábricas de automóviles en instalaciones que construyan vehículos de transporte en masa y dispositivos de energía alternativa.

En 1942, en Flint, en cuestión de meses GM detuvo toda la producción de autos y de inmediato usó las líneas de producción para construir aviones, tanques y ametralladoras. La conversión se realizó en un abrir y cerrar de ojos. Todo el mundo participó. Los fascistas fueron derrotados.

Ahora estamos en una guerra diferente, la que hemos emprendido contra el ecosistema, guiados por nuestros líderes. Esta guerra tiene dos frentes. Uno tiene su cuartel general en Detroit.

Los productos construidos en las fábricas de General Motors, Ford y Chrysler son algunas de las mayores armas de destrucción en masa, causantes del calentamiento global y del derretimiento de nuestros casquetes polares. Puede que esos objetos que llamamos “carros” sean divertidos de manejar, pero son como un millón de dagas en el corazón de la madre naturaleza. Continuar construyéndolos sólo conducirá a la ruina de nuestra especie y de gran parte del planeta.

El otro frente en esta guerra ha sido abierto por las compañías petroleras contra ustedes y yo. Están dedicadas a esquilmarnos todo lo que pueden, y han sido irrefrenables vendedoras de la finita cantidad de petróleo que se ubica bajo la superficie de la tierra.

Saben que la están chupando hasta dejarla seca. Y como los magnates madereros de principios del siglo XX, a quienes les importaban un cacahuate las generaciones futuras y arrasaban con cuanto bosque cayera en sus manos, estos barones del petróleo no dirán al público lo que saben que es verdad: que queda sólo crudo utilizable para unas cuantas décadas más en el planeta. Y conforme los días finales del petróleo se acercan, prepárense para ver a algunas personas muy desesperadas, dispuestas a matar o morir por un litro de gasolina.

El presidente Obama, ahora que ha asumido el control de GM, necesita convertir de inmediato las fábricas a los nuevos usos necesarios.

2. No pongan otros 30 mil millones de dólares en las arcas de General Motors para fabricar automóviles. Usen ese dinero para mantener empleada a la actual fuerza de trabajo –y a la mayoría de los que han sido despedidos– para que pueda construir los nuevos modos de transporte del siglo XXI. Que el trabajo de conversión empiece ahora mismo.

3. Anuncien que en los próximos cinco años tendremos trenes balas cruzando el país. Japón celebra este año el aniversario 45 de su primer tren bala; ahora tiene docenas. Velocidad promedio: 265 kilómetros por hora. Tiempo de demora promedio: 30 segundos.

Ellos llevan ya casi cinco décadas con esos trenes de alta velocidad… ¡y nosotros no tenemos uno solo! Es criminal que ya exista la tecnología para ir de Nueva York a Los Ángeles en 17 horas, y que no la hayamos usado. Contratemos a los desempleados para que construyan las nuevas vías de alta velocidad por todo el país. De Chicago a Detroit en menos de dos horas. De Miami a Washington en menos de siete. De Denver a Dallas en cinco y media. Se puede hacer, y hacerse ya.

4. Emprendan un programa para poner líneas de tren ligero masivo en todas nuestras ciudades grandes y medianas. Construyan esos trenes en las fábricas de GM. Y contraten pobladores locales en todas partes para instalar y operar este sistema.

5. Para los habitantes de zonas rurales que no sean atendidos por los trenes, que las plantas de GM produzcan autobuses limpios y eficientes en el uso de energía.

6. Por el momento, que algunas fábricas construyan vehículos híbridos o eléctricos (y baterías). Llevará algunos años que la gente se acostumbre a las nuevas formas de transporte, así que si vamos a tener automóviles, que sean más amables. Podemos construirlos el mes próximo (no le crean a quien les diga que llevaría años reacondicionar esas fábricas: no es cierto).

7. Transformen algunas de las fábricas vacías de General Motors en instalaciones que construyan molinos de viento, paneles solares y otros medios de energía alternativa. Ahora mismo necesitamos decenas de millones de paneles. Y existe una fuerza de trabajo capacitada y dispuesta que puede construirlos.

8. Concedan incentivos fiscales a quienes se transporten en automóvil híbrido o en autobús o tren. También, créditos para quienes conviertan su hogar a energía alternativa.

9. Para contribuir a sufragar esto, impongan un gravamen de dos dólares por cada litro de gasolina. Esto impulsará a las personas a cambiar hacia autos ahorradores de energía o a utilizar las nuevas líneas de tren que las antiguas empresas automotrices han construido para ellas.

Bueno, es un principio. Por favor, por favor, no salven a GM para que una versión más pequeña de ella no haga otra cosa que construir Chevys o Cadillacs. Eso no es solución a largo plazo. No tiren dinero bueno en una compañía cuyo tubo de escape funciona mal y llena el auto de un olor extraño.

Este año se cumple un siglo de que los fundadores de General Motors convencieron al mundo de renunciar a sus caballos, sus sillas y sus carruajes para probar un nuevo modo de transporte. Ahora es tiempo de que digamos adiós al motor de combustión interna. Parece habernos servido bien durante largo rato. Disfrutamos los restaurantes de servicio en el auto.

Nos divertimos en el asiento delantero y también en el trasero. Vimos películas en grandes pantallas al aire libre, fuimos a las carreras en pistas de todo el país, y echamos nuestra primera ojeada al Pacífico desde la ventanilla por la autopista costera. Y ahora, ya acabó. Es un nuevo día y un nuevo siglo. El presidente –y el sindicato de trabajadores automotrices– deben aprovechar el momento y crear una gran jarra de limonada con este limón (en lenguaje informal, los estadunidenses llaman lemon a cualquier objeto inservible, por ejemplo un automóvil –nota del traductor) tan amargo y triste.

Ayer, la última persona sobreviviente del desastre del Titanic pasó a mejor vida. Escapó a una muerte segura esa noche y vivió otros 97 años. Del mismo modo, podemos sobrevivir a nuestro Titanic en todos los Flints, Michigan, de este país. Sesenta por ciento de General Motors es nuestro. Creo que podemos darle un mejor empleo.

Vía | La Jornada

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